miércoles, 26 de agosto de 2015

Nunca conseguí terminar una colección.

-Cuando era joven nunca conseguí terminar una colección-dijo mi abuelo mientras se bajaba de la escalera con una caja en las manos-. siempre empezaba todas, eso sí. Nada más salía una nueva iba corriendo al quiosco y compraba uno o varios  paquetes. Era emocionante abrirlos y colocarlos en el espacio reservado para cada uno de ellos en el álbum, pero sin duda, lo mejor de todo era cuando al día siguiente a la hora del recreo te reunías en las mesas del patio a intercambiar los que tenías repetidos por otros nuevos. Con el tiempo, ibas acumulando los repetidos que ya nadie quería o que todos ya tenían en una caja mientras intentabas llenar los espacios vacíos pero llegabas a un punto en el que por más que compraras o buscaras nunca conseguías encontrar el que te faltaba, hasta que al final salía una nueva colección y la dejabas de lado-se sentó junto a mí  en el sofá sujetando la vieja caja roja entre sus grandes manos -. Nunca pude tirarlas, eran mis pequeños logros no acabados-dijo mientras miraba con melancolía la tapa. Luego me miró a mí, le sonreí y él me guiñó un ojo a modo de respuesta mientras ponía la caja sobre mis piernas.
  Levanté la polvorienta tapa con intriga.
 Fotos en blanco y negro , álbumes, pequeñas cajas llenas de chapas, canicas y demás cachivaches, plumas... La misteriosa caja roja custodiaba en su interior más cosas de las que en un primer momento pensé que contendría. Rebusqué entre los diversos artículos.
 -¿Qué es esto?-le pregunté mientras cogía unos pequeños botes llenos de arena de distintas tonalidades.
 -Arena de playa-dijo-. Según iba creciendo empecé a coleccionar otro tipo de cosas, cosas únicas, cosas que no se podían intercambiar ni comprar en los quioscos, cosas especiales. Esos son botes de todas las playas en las que estuve-se puso las gafas y se acercó el botecito a la cara-. Porto do Son-leyó-, Ibiza-decía la etiqueta de un botecito de arena blanca. Rebuscó entre los botes y encontró uno vacío con una pequeña etiqueta-. Tenerife. Aquí fuimos de luna de miel tu abuela y yo. Perdí el botecito en el avión y nunca más pude volver a por otro-dijo con un tono manchado por la melancolía de un amor del pasado. Cerró los ojos y cuando los abrió una luz especial brillaba en ellos-. Mira, los cromos de la liga del 56-sacó un álbum que parecía hecho de pergamino de lo viejo que estaba-. Una pena, solo me quedó Paco Gento para acabar este año, fue la vez que más cerca estuve de terminar una colección-volvió a dejar el álbum en la caja y cuando sacó las manos de ésta traía un taco de fotos-. Mira.
Cogí el taco con cuidado: una foto en blanco y negro de  mi abuelo con su hermano y con otro hombre que no conozco, mi abuela mirando al mar, un bebé...
 Ahora las fotos pasan a toda velocidad por mi cabeza acompañada de algunos momentos pasados: yo con mi abuelo y mi hermana corriendo porque Luis, mi hermano pequeño, se había escapado por la puerta de la finca; mi abuelo sentado junto a Chema, su enorme perro, los dos con la misma cara de viejo testarudo; la comida que preparaba mi abuela todos los sábados para toda la familia... Pero no todos son recuerdos felices, y para dar fe de ello ahí están los dos señores con bata blanca, corbata y un bolígrafo en el bolsillo superior que venían a darnos la noticia que nos ha reunido a todos hoy aquí, bajo el cielo gris de Galicia, sobre la eterna pradera verde y ante las dos personas que originaron esta familia y que definitivamente ya no podrán volver a separarse. El nombre de mi abuela escrito sobre una tabla de granito, ya un poco envejecido de tanto esperar a que llegará la que ahora se encuentra a su derecha, en dónde se lee el nombre de mi abuelo sobre la nueva y brillante superficie de la lápida que demuestra que es el nuevo inquilino del cementerio.
 El ataúd de madera reluce al final de la zanja para dejarse ver por última vez.
 Miro la caja roja que llevo entre mis manos, la que en un tiempo pasado estaba cubierta de polvo, la que una vez mi abuelo me enseñó en el sofá de su salón.
 Me agacho junto a la eterna cama de mi abuelo.
 -Espero que estés cómodo, vas a pasar mucho tiempo ahí-le digo en tono bajo que solamente él y yo podemos oír. "Un chiste demasiado fácil pequeña" me dice un recuerdo de su voz mientras que en mi cabeza se dibuja su blanca sonrisa.
  Intento depositar la caja sobre la tapa de madera del ataúd con el máximo cuidado posible, lo que me es complicado debido a la profundidad en la que se encuentra. La caja  cae sobre el ataúd. Me pongo en pie.
 Cojo la pala, la clavo en el montón de arena y vacío su contenido en la zanja. Me giró, y le doy la pala a mi hermano, bueno, creo que es mi hermano, pero las lágrimas hacen que vea todo borroso.
 Vuelvo a mi sitio de antes y veo como uno a uno van despidiéndose de mi abuelo, echando un poco de tierra en la tumba. Una lágrima cae por mi cara poniendo punto final a la historia de la colección de colecciones inacabadas.

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